Tener derecho a quejarte. A gritarle al mundo entero que a este paso vas a estallar y que tienes derecho a estar triste, agotado y con ganas de retirarte a una preciosa cabaña de esas nevadas que salen en los documentales. A ir con la barba de tres días (incluso de 4), con el mismo jersey lleno de mocos de los niños y a pedir tiempo para ti, para así poder rellenar los pasatiempos para adultos de «blackie books» o visionar el concierto entero del «Live Aid» del 1985.
Tener derecho a no recibir el «habértelo pensado», «haberte puesto el capuchón», «Esto ya lo sabías» cada de vez que te quejas de que esto de la crianza es desbordante. Sin ser juzgado, sin que te miren mal, sin que te echen a los leones para devorarte sin piedad. A quejarte de las fiestas de cumpleaños cada semana en salas con la acústica a modo de tortura china, azúcar por doquier y «everest» de regalos. A borrarte de la lista.
Tener derecho a tener el móvil lleno de llamadas perdidas, a poner mala cara cada vez que te recriminan que no están contestadas, que no te ven el pelo o que ya no eres el que eras . A tener un millón de grupos de «whats app» silenciados, a tener el aspecto de «el guardián de la cripta» sin necesidad de que te lo recuerden, a echar de menos la vida en pareja, y que la nostalgia a menudo te invada.
Tener derecho a equivocarte en el día a día, para luego rectificar y más tarde volverte a equivocar. A amar sin «peros» a tus hijos, luchar por su felicidad, por mucho que a lo mejor te estés equivocando. A ser consciente que hay situaciones que son el «pez que se muerde la cola» y aún así seguir sin dar con la tecla, a gestionar mal una decimoquinta rabieta por muchas que hayas vivido, por muchos videos que hayas visionado, por muchos libros que hayas leído.
Tener derecho a no tener ánimos para contar un cuento, a bajar al parque, a quejarte de que estás solo. A tener ganas de decirle a la gente eso de que «Si saben contar, que no cuenten contigo». A quejarte de tus hijos, a quejarte de todo el mundo sin que piensen que eres un amargado o el peor padre del mundo. A dejar de escribir, a dejar de hacer vídeos, a dejar de crear contenido.
Tener derecho a fantasear y volar. A luchar por lo que amas, sin silencios y sin caras. A bajar a la cafetería de abajo de casa para escribir este post.
Tener derecho de poder quejarte sin que venga el juez Dredd de turno y te hinche a balazos.
Tener derecho a mejorar.
Como padre.
Como persona.
Tener derecho a tener derecho…no hay más.
Pues sí, desde que aquí reivindico el derecho a «tener derecho». A veces parece que no podemos quejarnos en voz alta, que ser padres es siempre algo maravilloso para lo que hemos nacido sabiéndolo todo y que no podemos estar hasta la coronilla de vez en cuando. Yo vivo en Alemania y no tenemos familia aquí y cada vez que le digo a mi madre con voz cansada que estoy jugando con los niños y que estoy agotada me suelta un «es lo que toca», «es lo que hay», «ya sabías lo que había», etc…y no puedo evitar mosquearme. Pues sí, hay cosas que sabía y otras muchas que no y no por ello he perdido el derecho a quejarme, digo yo.